“No vemos las cosas como son,
sino como somos”
ANAÍS NIN

“En el arte, la materia se hace expresiva [...] es un montaje de piezas determinado no por algún código o territorio pre-establecido [...] sino por unas experimentaciones del deseo que constituyen un llegar a ser". Por basarse en el deseo, que se realiza a través de las relaciones, este tipo de arte constituye "una ética del encuentro" abierta a lo heterogéneo, y que requiere una respuesta afectiva --es decir, la capacidad de ser afectado/cambiado.
DELEUZE Y GUATTARI (parafraseados por JO LABANYI)

“No sabemos nada de un cuerpo hasta que no descubrimos qué es lo que puede hacer, en otras palabras, cuáles son los afectos que puede producir, cómo éstos pueden entrar en composición con otros afectos, con los afectos de otros cuerpos, sea para destruir a ese cuerpo o para ser destruido por él; sea para intercambiar acciones y pasiones o para unírsele para componer otro cuerpo más poderoso”.
DELEUZE Y GUATTARI (traducción propia:"Affects", afecto, jugando con el doble significado en inglés de la palabra: cariño y resultado del verbo afectar)

LA AVENIDA ABANCAY



Yo nací en una Lima criolla; “alegre y soñadora”, como dice el vals de Mario Cavagnaro. En las fiestas familiares mi abuela bailaba un valsecito asíncopado hasta el amanecer, en que el infaltable “aguadito” cerraba, con broche de oro, la jarana. Los chicos salíamos al barrio, despreocupadamente, a jugar con los vecinos; y pocas eran las casas con muros perimétricos que impidieran la vista de los transeúntes. Los domingos, los olores generalizados de la papa a la huancaína y los tallarines rojos con asado envolvían a todo Lima a la hora de almuerzo. Las visitas no necesitaban anunciarse; siempre eran bienvenidas. Y si algún amigo llegaba a la hora de almuerzo, “échele más agua al caldo” recomendaba el cariño popular. Era una Lima abierta, con parques con bancas y sin rejas. Por ciertos barrios, señorial; pero mayoritariamente acogedora y palomilla. Eso sí, siempre chismosa. Y es que Lima conversaba. Las largas tertulias dominicales después del almuerzo o a la hora del lonche, las señoras en los mercados o en las puertas de las casas vecinas y los señores en los bares o en las calles, daban cuenta de ello. Y es que Lima miraba al “otro”. Para compararse, es verdad; pero, gracias a ello, los limeños sabíamos quiénes éramos; nos conocíamos y nos reconocíamos. Y es que Lima era capaz de mirarse a sí misma.

La avenida Abancay, con el Mercado Central como eje, siempre ha sido un lugar mágico para mí. Cuando chica, mi madre solía ir allá en busca de los materiales más insólitos para mis tareas escolares. Todo lo que uno se podía imaginar y pedir, era susceptible de ser hallado y comprado en sus alrededores. A lo largo de sus cuadras y callecitas aledañas encontrábamos turistas y peruanos de todos lados y de todo tipo. Desde el Ministerio de Educación hasta el Congreso de la República, pasando por el Ministerio de Economía y Finanzas y la Biblioteca Nacional, la avenida Abancay era el símbolo de la institucionalidad moderna que se iba apropiando de Lima. Allí se entremezclaban los “Padres de la Patria” y la gente “bien” con los Quispes y los Mamanis; sea porque tenían que hacer algún trámite; sea porque iban a comprar algo. Lo cierto es que a lo largo de sus cuadras se hallaban los símbolos máximos del poder político, económico y cultural del país conviviendo en la más diversa, plural e inclusiva atmósfera.

Yo vivo en una Lima moderna con hamburguesas y pizzas por “delivery” y supermercados abiertos hasta las once de la noche. Ya nadie le “echa agua al caldo”. Mi casa ya no es tu casa; no se es bienvenido sin invitación previa. Mejor vamos al café, al bar o a la disco. Los niños no juegan en las calles. Los de la casa de al lado no se conocen con los del otro lado, a las justas se saludan y sólo conversan si de su seguridad se trata. Las familias pasean los domingos en centros comerciales en vez de ir a los parques. Los pasajeros en los microbuses miran hacia el otro lado cuando de ceder el asiento al vulnerable se trata, así tenga el letrerito de reservado. Los barrios son desiertos con cuadras con guachimanes que cuidan casas que no se pueden ver desde la calle. Las bancas de los parques se rompen para evitar que los jóvenes los usen, sea por “fumones” o por “amantes enamorados”.

Camino por mi ciudad buscando reconocerme en sus calles y parques, pero no lo logro. Hay barrios que no conozco y otros que no reconozco. Busco lo familiar en las nuevas tradiciones, músicas, caras y valores que encuentro a mi paso, pero me cuesta hallarlo. No importa por donde camine… Sea por La Molina o Las Casuarinas; sea por Huaycán o el Cerro San Cosme; pasando por Breña o Los Olivos. Lima no se mira. Lima no me mira. Lima convive, pero ni se mira ni mira. El “otro” no existe. Yo no existo, ellos, tampoco. No tengo en quién reconocerme. No encuentro cómo conocerme.

“No, mamita, no tengo; pero, más allacito hay”, “a la vueltita encuentras”. Poco a poco los símbolos del poder y la gente “bien” han salido huyendo de la avenida Abancay. Huyen del caos, la bulla, la informalidad, la posibilidad de ser agredidos; pero, al mismo tiempo, huyen de uno de los pocos lugares en Lima donde todos los hombres son “caballeros, varones y/o hermanos” y las mujeres somos “damas, mamitas y/o amigas”. Donde la gente te habla sin conocerte y opina sobre lo que acontece a su alrededor sin que le pregunten. Donde la solidaridad y la alegría de vivir se sobreponen a las ganas de hacer negocio y a las dificultades materiales de la vida cotidiana. La avenida Abancay es uno de los pocos espacios de Lima donde la modernidad y la tradición aún conviven inclusivamente.

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